Como en cualquier época, en aquellos primeros años del siglo XIX, la cocina presentaba una versión pública y otra doméstica. La primera, en manos principalmente masculinas, tenía una especial trascendencia en una ciudad comercial como Cádiz frecuentada, por lo mismo, por representantes de mercancías y viajeros de negocios, que debían ser atendidos en alojamiento y comida. En el "Censo de industrias por barrios", de 1812, se informa de la existencia de 49 Posadas y Mesones (de menor categoría y donde rara vez se daban comidas), con sólo 6 mujeres a cargo del negocio. Además, 108 Bodegones y Freidores, con sólo 25 mujeres al frente de los mismos; y 310 Tiendas de Montañeses con tabernas, donde no se puede calcular la presencia femenina por figurar, en muchos casos, sólo los apellidos. Entre los oficios, los 6 pasteleros censados en Cádiz eran hombres y sólo había una mujer entre las 41 personas que se dedicaban a la confitería.
Útiles de cocina según ilustración de Nuevo Arte de Cocina, de Altamiras (ed. 1779)
No se puede hablar de que en esos lugares públicos se preparara siempre una cocina más elaborada que la casera. El forastero que venía a comerciar ya no era un noble que quería hacer ostentación de su alta condición con la comida, sino alguien práctico que hacía parada para reponer fuerzas.
Los anuncios de posadas que aparecen en la prensa gaditana las presentan siempre como lugares del mayor aseo y equidad en sus precios, donde comer de forma económica “en mesa redonda” o, “por platos, el que quisiera comer aparte”. Muchas también disponían del servicio de enviar comidas fuera de casa. O el de organizar, como la Posada de la Cruz de Malta, “platos montados para funciones y comidas grandes”. Debía ser entonces cuando practicaran, aún con la simplificación de los nuevos tiempos, esa vieja cocina de la representación social, todavía deudora de la cocina barroca de palacio.
Esta escasa presencia de la mujer en la cocina que se elaboraba en establecimientos públicos contrasta con la casi absoluta ocupación femenina de las cocinas domésticas. No debe extrañar este confinamiento: la sociedad patriarcal de la época apartaba a las mujeres del ámbito público y situaba su “lugar de trabajo” en el hogar, dedicada al cuidado del marido y los hijos. Poco había cambiado la moral que concretara Fray Luis de León, dos siglos antes en La Perfecta Casada, cuando describe el “oficio” de ésta como “el servir al marido, y el gobernar la familia, y la crianza de los hijos”.
Sopa de cebolla y ajo, foto del libro Las Recetas Gaditanas del Doce
Una situación que tampoco mejoró la Constitución de 1812, que negó la condición de ciudadanas a las mujeres, excluyéndolas de los derechos políticos que concedió a los hombres. Aunque, fiel a su espíritu ilustrado, sí incluyó el derecho de las niñas a la educación. Manteniendo, eso sí, la misma discriminación de contenidos según el sexo del alumnado, como ya ocurría en la red de Escuelas de Primeras Letras, desde su implantación en la segunda mitad del siglo XVIII. Mientras los niños tenían la obligación de aprender a leer y a escribir, además de gramática y aritmética, preparándolos para un oficio, la principal función de las escuelas de niñas era la de enseñarles las “labores de mano”. La obligación de enseñar a leer a las niñas –sólo lecturas piadosas- dependía de que éstas lo demandaran y muchas maestras consideraban incluso inconveniente enseñarles a escribir.
No obstante hay que precisar que la situación en Cádiz era distinta a la del resto de España, por ser ciudad comercial con tradición cosmopolita e ilustrada. Según algunas estimaciones, si en el resto del Estado los hombres que sabían leer y escribir eran sobre el 43 %, en Cádiz subían al 59 %. Y aún mayor era la diferencia en la alfabetización de las mujeres gaditanas, sobre el 45 % frente al escaso 13% del resto de España. Lo que implica, en relación con la cocina, un considerable número de mujeres capaces de conocer los grandes recetarios de la época.
Es verdad que la mayor parte de estos saberes seguía transmitiéndose de madres a hijas de forma oral. Una vía que, en muchos casos, ha traído casi intactas algunas recetas de entonces hasta nuestros días. Así, en 2010, en la segunda edición del concurso “Senda de las Maritatas", que durante tres años organizamos junto a la Oficina del Bicentenario 1810-1812 de la Diputación de Cádiz, nos sorprendió la presentación que hizo el Bar La Favorita, en el barrio gaditano de El Pópulo, de tres recetas de verduras (habas rehogadas con lechuga, acelgas con tomate y albóndigas de espinacas), que teníamos documentada su elaboración entonces en la ciudad, pero que no se habían publicado aún como tales. La cocinera que las preparó, Pilar Giles, nos contó que eran de su abuela, que las había aprendido, a su vez, de la suya.
Habas con lechugas refritas, foto libro Las Recetas Gaditanas del Doce
La cocina doméstica estaba abrumadoramente en manos de las mujeres. Formaba parte de ese conglomerado de saberes prácticos necesarios para el gobierno de la casa que, de acuerdo con los valores morales imperantes, correspondía a las mujeres. Éstas debían no sólo cocinar sino, también, practicar pequeños remedios contra las enfermedades, solucionar accidentes domésticos, reparar utensilios, mantener la limpieza y la higiene del hogar o ser capaces de economizar elaborando sus propios cosméticos. Este sentido práctico llega a los recetarios de la Nueva Cocina. No ha de extrañar que el libro del franciscano Altamiras, dirigido a una comunidad monástica de hombres solos que han de cubrir ellos mismos estas necesidades, incluya consejos para curar accidentes de cocina, como cortes o quemaduras, u otros de mantenimiento del ajuar culinario, como la forma de templar sartenes. También el libro de Juan de la Mata, repostero real interesado por el recetario popular, incluye consejos para pegar cristales, vidrios y porcelanas rotas, así como tres pastas distintas para lavar las manos.
Arroz con tasajo, foto del libro Las Recetas Gaditanas del Doce
Cuando estas mujeres burguesas y cultas elaboren sus propios Cuadernillos de recetas, de ámbito familiar, y de los que se conocen algunos manuscritos españoles desde el siglo XV, incluirán no sólo las recetas más difíciles de memorizar sino también esos otros conocimientos de cosmética o de salud cotidiana. Estos manuscritos no se realizan con intención de publicarse sino como recordatorios de ingredientes y técnicas para su uso por posteriores generaciones de la propia familia. Las nuevas recetas, extraídas de los libros, solían ser peticiones expresas de las señoras de la casa a sus cocineras; encargándose aquellas de enseñarles la preparación. Naturalmente, al estar dirigidos a otras mujeres habituadas a cocinar, sólo se describen los platos dificultosos, pues los más comunes, así como las preparaciones sencillas, se seguían transmitiendo de forma oral. Sería un error creer que en esas casas de la burguesía y la nobleza comercial gaditana sólo se cocinaba a imitación de los grandes cocineros. Al contrario, se implantó gustoso ese nuevo modelo que quiso reivindicar la gran riqueza de la cocina tradicional.
Este texto es un extracto de dos textos anteriores ya publicados. Relaciona por una parte, el capítulo "De cuando Cádiz revolucionó también la cocina", introducción del libro Las Recetas Gaditanas del Doce, escrito junto a Mercedes López Pérez y Carlos Goicoechea Sancho (Diputación Provincial de Cádiz, en 2011) y, por otra, el capítulo "El bienestar de los individuos. El Cádiz Constitucional en el progreso a la cocina moderna", incluido en el libro Crónica Popular del Doce (coord. María Jesús Ruiz, Ed. Alfar, 2014)