Quizás la constatación de que un problema comienza a solucionarse cuando somos capaces de hablar del mismo, mucho mejor con el lenguaje sencillo de los ejemplos, sea la principal conclusión de estas Primeras Jornadas de Gastronomía Sostenible, organizadas por la Diputación de Cádiz, y tan bien coordinadas por Mercedes López y Carlos Goicoechea. La dieta de un pueblo habla de su bienestar, de su adaptación al entorno, de sus habilidades para aprovechar los recursos disponibles, de su sabiduría para no olvidar lo aprendido, de sus muchas herramientas de supervivencia y disfrute. Todo eso que llamamos cultura (o identidad, o tradiciones), que construimos básicamente para vivir mejor y ser felices. La prosperidad en un sentido amplio que no renuncie al propósito de incluir a toda la sociedad.
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Una prosperidad que se pueda mantener en el tiempo y que no se gaste en un único uso. Sostenible. Lo denunciaba Raimundo Díaz Arcedo, secretario de JARIFE (Asociación de Mariscadores de Corrales de Chipiona), cuando evocaba con nostalgia el tiempo en que había que andar con cuidado por los corrales de pesca para no pisar los abundantes chocos pequeños, para dejarlos que crecieran: hemos esquilmado nuestra pesca, todos los caladeros nos temen, dijo. Ya apenas entran peces grandes a los corrales porque hemos acabado con los pequeños crustáceos que los alimentaban. Por una mal entendida cultura del ocio, hay quien disfruta llevando a sus hijos a mariscar camarones y pequeños cangrejos en los roqueos, animales vivos que acaban muertos en un cubo de playa. Propuso regular el uso de los cazamariposas empleados como redes camaroneras, mientras se avanza -imprescindible- en educación.
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En estas Jornadas se ha desgranado con detalle lo que amenaza esa prosperidad social, pero son los discursos más sencillos los que mejor han expresado lo que nos jugamos. El cocinero de Algodonales Miguel Herrera, coautor con Irene Golden del libro Despensa de recuerdos habló, mientras hacía una familiar sopa de tomate, de no perder el sentido común de lo que nos conviene, esa lógica de la gente de a pie. Nos conviene comer mejor. La Organización Mundial de la Salud alerta de que, ya, seis de cada diez enfermedades están relacionadas con la alimentación. Berta Alonso, de Verduras Revolución, contó como el interés básico de comer mejor y más saludable animó a algunas personas a organizarse como grupo de consumo, cuando conocieron el trabajo de dos jóvenes agricultores, ella misma y Joaquín Hidalgo, que empezaban a cultivar sin químicos una pequeña finca en el término de Puerto Real. Cuando conoces a los productores se refuerza la implicación. Sabemos de dónde viene lo que comemos. Ya son más de sesenta familias de tres poblaciones de la Bahía de Cádiz, con diez hectáreas de cultivo ecológico en el Cortijo Guerra.
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Productos de proximidad, consumidos en su temporada natural. Como los que cultiva Paco Blasco, de Alma de Tomate, en su huerta roteña: más de setecientas variedades de tomates, setenta de pimientos, tubérculos tan poco conocidos aquí como los ollucos o el crosne. Recuperar la diversidad, la agricultura tradicional que combate las plagas con aliados de la Naturaleza como hongos, bacterias y depredadores naturales. Diversidad que también se ha perdido en el recetario, tan empobrecido, ya sin ese patrimonio cultural que permitía variar las preparaciones para comer bien y distinto, aunque los ingredientes se repitieran durante toda su temporada. Muestras de las propias herencias recibidas, del aprendizaje familiar, nos dieron los cocineros Luis Alberto Ramírez, colombiano de la planicie de Neiva, ahora chef en Musalima, que convirtió unas papas moradas y amarillas en un falso nigiri de causa limeña. O Juan Gallardo, chipionero ejerciendo en su Casa Juan, que le puso salsa de ortiguillas y brecol a un pescado tan de sus mares como la corvina. O Miguel Ángel López, un virtuoso que habla con sus platos, siempre alrededor de los productos del paisaje de esteros de la Isla donde cocina, en su Bodegón de Miguel, y que nos ofreció una rebanadita de pan con tomate y orégano que acogía encima una salazón de lisa, como las que ya preparaban los antiguos romanos, y una mermelada de algas. Cocineros que modernizan la tradición, sin perderla. Cuánta sostenibilidad cupo en sus platos.
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Amanda Rivillas, también de Verduras Revolución, habló del poder que tenemos como consumidores para comer sano: cada vez que compramos emitimos un voto sobre cómo queremos nuestra alimentación, elegimos un modelo de consumo, responsable o irresponsable. No puede ser más cara la comida industrial que la saludable, dijo Concha Becerra, de Justicia Alimentaria. Ocurrió, añadió, hace unos treinta años, cuando la alimentación pasó de ser un derecho a ser una mercancía. Y, como tal, a regularse con criterios de inmediato rendimiento económico. No puede tener, dijo, la misma fiscalidad un pan de molde que una multinacional elabora en una fábrica centralizada en un polígono a cientos de kilómetros, que el pan que elabora una pequeña panadería del pueblo donde se consume. Si se centraliza la producción, para que le sea más rentable a las grandes marcas, los pueblos pierden sus pequeñas industrias, su comercio, su economía. Y sin economía se despueblan. Se están vaciando los campos, las sierras, los pueblos pequeños.
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Frente a esa industrialización de los alimentos está el trabajo de quienes mantienen las técnicas tradicionales, más lentas, más caras, más saludables. Juan Antonio Cerpa, hijo y nieto de panaderos en Chipiona, dijo que sólo hacía pan, con buenas harinas, con sus fermentos, con su tiempo necesario para que tengan una fermentación reposada. Nada menos que hacer buen pan. Es esa sencilla naturalidad que también defendieron Dani Ramos, o Daniel Jiménez, o Pepi Martínez, innovadores y artistas creativos al frente de negocios que ya iniciaron sus abuelos. Son panes y dulces que, en su tradicionalidad, también son sanos. Porque no siguen fermentando en el estómago, como los panes precocidos antes de congelarlos, tan indigestos; ni llevan esos aditivos que necesitan para mantenerse: blanqueantes, oxidantes, emulgentes o antifúngicos que terminan provocando intolerancias y enfermedades digestivas.
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La salud, tantas veces compañera del mejor sabor, es también razón sobrada para escoger un aceite de oliva virgen extra, como los que se elaboran en la Sierra de Cádiz, tan bien defendidos por Lola Ortega. Aceites frutados y sin defectos, que también tienen que pelear con etiquetados fraudulentos, tramposos, que ocultan en la letra pequeña que han sido refinados a partir de orujos o aceites lampantes defectuosos; que inventan calidades de intenso o suave para tapar la cantidad de aceite virgen con la que maquillan el sabor de esos refinados insípidos. Hubo que hablar, de nuevo, de precio. Una batalla desigual: producir aceite en zonas de montaña (150-200 árboles/hectárea) cuesta sobre los 2.70 euros/litro, frente al euro/litro que cuesta el aceite en intensivo (1000 árboles/hectárea), con mucho gasto de agua y recogida mecanizada. Dan aceites planos, que se enrancian antes. Si se los compran a dos euros, cultivar olivos en montaña significa trabajar con pérdidas. Un desequilibrio donde los productores siempre pierden frente a las grandes cadenas de distribución. Valor y precio.
Un condicionante que también trató Consuelo Guerra, de Suralgas: la materia prima tiene un valor. Trabaja un recurso nuevo en nuestra alimentación, que hay que extraer en esteros limpios, controlados de contaminantes metales, y lavar, depurar y esterilizar de microorganismos. Una recolección sostenible: recogen solo las algas que van a tratar, las puntas tiernas de las salicornias en un recorrido programado por la salina que les dé tiempo a regenerarse. Organizarse para que el recurso no se agote. Con tratamientos que respeten su consistencia, aplicando en su caso deshidrataciones que conserven su textura blanda, apetitosa, muy distinta a las algas que hemos conocido antes, tostadas y duras, con un sabor quemado, más baratas claro. Concha Becerra habló de Soberanía Alimentaria, que supone no sólo el derecho a comer suficiente y saludable, sino también el poder decidir sobre los alimentos y la forma de prepararlos de la propia cultura, con una producción socialmente sostenible. Ya lo había dicho Amanda Rivillas: el tiempo invertido en alimentación es tiempo invertido en una misma. Esa acción individual, tremendamente poderosa en su coordinación, solidaria en su esencia, hace crecer la prosperidad social. Lo hemos visto en los ejemplos.